El pintor Carlos Orozco Romero es una figura central para entender la vitalidad del arte moderno mexicano. Poseedor de una técnica impecable, que le permitió ser uno de los precursores del muralismo y un importante promotor del grabado, fue también de los primeros artistas nacionales en interesarse por las innovaciones estéticas de las vanguardias europeas, las cuales fusionó con la policromía de la cerámica popular y los volúmenes de la estatuaria prehispánica —de los que fue un gran coleccionista—.
Carlos Orozco Romero, Cabeza de mujer, 1932, óleo sobre tela. Museo de Arte Moderno.
Además de su trabajo plástico, Orozco Romero promovió la creación de un museo dedicado a exhibir las creaciones mexicanas del siglo XX y fue un destacado docente. El Museo de Arte Moderno le rinde homenaje con esta exposición virtual, en el marco de su aniversario luctuoso, el cual se cumple este 29 de marzo.
Aunque su apellido sea similar al de uno de los más afamados muralistas mexicanos, no guardan más relación que el ser oriundos del estado de Jalisco. Carlos Orozco Romero nació el 3 de septiembre de 1896 en Guadalajara. Desarrolló sus primeros dotes artísticos por medio de la enseñanza de su padre, Jesús Orozco, sastre de profesión. Ello explica por qué el tema de los hilos y la construcción arquitectónica de la figura humana fueron una constante en su obra.
Similar a otros artistas jaliscienses como Roberto Montenegro y el Dr. Atl, Orozco Romero comenzó a estudiar pintura bajo la tutela de Félix Bernardelli, así como con Luis de la Torre —quien formara parte del Centro Bohemio, una agrupación de pintores independientes interesados en la militancia política, la renovación de la pintura mexicana y el conocimiento de las últimas expresiones efectuadas en Europa—. En este grupo, Orozco Romero conoció a futuros estandartes del movimiento muralista como David Alfaro Siqueiros, Amado de la Cueva, José Guadalupe Zuno y Xavier Guerrero.
En su ciudad natal, Guadalajara, comenzó a colaborar de caricaturista para publicaciones locales como La sátira. La recepción de su trabajo lo animó a desplazarse a la Ciudad de México en 1914, donde, bajo el seudónimo de "Karikato", trabajó como caricaturista e ilustrador en El Heraldo de México, Excélsior, El Universal Ilustrado y Revista de Revistas.
El ambiente artístico de la capital permitió que Orozco Romero diera el paso definitivo de la caricatura hacia la pintura, sobre todo tras su primera exposición individual en 1928, en el Palacio de Iturbide. No obstante, las extraordinarias y enigmáticas figuras del artista no sólo apelan a un estudio formal y vanguardista de la imagen; abrevan también en recursos propios de la caricatura como la distorsión de los miembros o el énfasis en cierto rasgo del personaje para ofrecernos una síntesis de su identidad y acentuar su carácter.
En 1920 contrajo matrimonio con María Marín, artista plástica que participó activamente de la vida cultural en México tras la Revolución. María Marín fue la principal modelo de Orozco Romero quien, a la par de sus investigaciones vanguardistas, desarrolló una serie de retratos caracterizados por la simplificación de los rasgos, la exactitud en la reproducción de la fisionomía y el romanticismo y artificialidad de las poses.
Carlos Orozco Romero, Retrato de María, 1953, óleo sobre tela. Museo de Arte Moderno.
Gracias a una beca que le otorgó el gobierno de Jalisco, viajó a Europa en 1921. Un año después participó en el II Salón de Verano en Madrid. En la capital española, además de volverse cercano a los escritores mexicanos Luis G. Urbina y Alfonso Reyes, conoció las innovaciones geométricas de Picasso, a la par de interesarse por los viejos maestros y sus métodos —como las estilizaciones de El Greco, las veladuras en Vélazquez o los empastados en Goya—. Todo este aprendizaje es visible en su trabajo como expresión de una búsqueda reiterada por la perfección técnica.
Carlos Orozco Romero, Cabeza de mujer, 1932, óleo sobre tela. Museo de Arte Moderno.
En 1923 regresó a Guadalajara en donde estudió grabado con el peruano José Sabogal y se incorporó al naciente movimiento muralista. Siguiendo los pasos de Siqueiros y de la Cueva, pintó tres murales, entre los que destaca el realizado en el Museo Regional, Alfareros totonacas, que da cuenta de su interés por la escultura antigua del Occidente del país, la cual comenzó a coleccionar fervientemente. No obstante, con el ánimo de no caer en arqueologismos banales o folclóricos, decidió acercarse al arte prehispánico a través de una lectura moderna de las semiabstracciones escultóricas de diversas culturas, en particular de la tarasca y la otomí.
En la década de los 30, sus obras se presentaron en diversos recintos culturales de Estados Unidos como el Arts Center y los Delphic Studios (ambos en Nueva York), la Wilmington Society of Arts en Carolina del Norte, el Art Institute de Chicago y en el Golden Gate International Exhibition de San Francisco.
Durante esta época, el lenguaje plástico de Carlos Orozco se relaciona con el surrealismo, perceptible tanto en los paisajes desolados e impregnados de nostalgia como en el recurso del maniquí. A diferencia de otros autores que también hicieron uso de este último, en la obra de Orozco Romero, el autómata se convierte en un muñeco, una figura guiñolesca atada a un destino dramático o absurdo. Estos seres fantásticos, estáticos, casi inhumanos, también recuerdan a los juguetes de barro de origen popular.
En 1940 ganó la beca de la Guggenheim Foundation. Fue la época en la que desarrolló algunas de sus pinturas más importantes, entre las que destaca La manda, relacionada con el surrealismo por el ambiente yermo y el rostro extrañamente cubierto por una manta como en la obras de René Magritte. Por su título, evoca un tema religioso, en el que probablemente una mujer embarazada se encamina a cumplir una promesa; como penitencia, de su cuello cuelga un nopal atado —un simbólico collar de espinas— y en sus manos carga una patena para recoger la sangre ofrecida.
Dirigió, desde 1928 a 1932, la Galería de Arte Moderno del Palacio de Bellas Artes junto a Carlos Mérida, con quien también fundó la Escuela de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. Años después, fue director del Museo de Arte Moderno de México (1962-1964), antes de que este se emplazara en su nuevo hogar en el Bosque de Chapultepec.
Estos métodos fueron parte de su instrucción como académico de arte, en donde tuvo de discípulos a una nueva generación de artistas interesados en el poder expresivo del color: Gilberto Aceves Navarro, Francisco Toledo, Rafael y Pedro Coronel. Orozco Romero se inició de docente en 1928, cuando fue contratado como maestro de dibujo en el Departamento de Bellas Artes de la Secretaria de Educación. En 1942, fue miembro fundador de la Escuela de Pintura y Escultura "La Esmeralda", donde laboró durante 15 años como maestro de dibujo, además de organizar el primer taller libre de pintura.
Carlos Orozco Romero, El actor, 1958, óleo sobre tela. Museo de Arte Moderno.
Orozco Romero también incursionó en la edición de textos de divulgación del arte mexicano, así como en la creación de trajes y escenografías. Por su fecunda carrera, en 1968, el Museo de Arte Moderno le rindió homenaje con una muestra retrospectiva, mientras que, en 1980, fue galardonado con el Premio Nacional de Ciencia y Arte. Murió cuatro años más tarde, el 29 de marzo de 1984 en la Ciudad de México.